Sin poder evitar que una sonrisita satisfecha salga en mi cara, empiezo a pensar en todas las primeras veces que he experimentado a lo largo de estos cuatro meses... Mis primeras veces... y las de otros compañeros a lo largo del camino, porque aquí, todos aprendemos algo. Eso sí, aviso desde ya de que habrá bastantes spoilers, historias que todavía no me ha dado tiempo a escribir pero que, sin duda, irán llegando.

 

Nada más poner un pie en Bangkok me inicié en eso de viajar sola, por supuesto había tomado vuelos en solitario, había llegado a grandes ciudades en las que no conocía a nadie y me había tocado desenvolverme en solitario. Sin embargo, en esta ocasión, el sentimiento era totalmente diferente; 10 kilos en mi espalda, tres noches de hostal y un viaje más que indefinido. Si bien es verdad que no era mi primera experiencia en Asia, sí lo era en solitario y sí sin una fecha de vuelta. Y sí, como me quedó claro en el mismo momento que bajé del metro para tomar un taxi, fue una primera vez bastante dura.

Cada uno de los transportes que tomé en Tailandia estuvieron cargados de primeras veces: mi primera compra de un billete (algo que en Tailandia es exageradamente sencillo), mi primer  paseo en tren y mi primer alquiler de bicicleta para conducirla por la izquierda. Pero si algo se lleva el primer puesto en cuanto a transporte fue cuando alquilé mi primera moto en Pai. Al esfuerzo de conducir al revés... le sumamos que nunca había conducido una moto en solitario ¡y menos durante tanto tiempo! Nervios, miedo y adrenalina al 100%. Sentirme viva. Pronto me daría cuenta de que no es tan difícil, de que cualquiera puede hacerlo y de que nunca me había sentido tan libre como en ese exacto momento. Estaba en Pai, al otro lado del mundo, haciendo algo que nunca antes había hecho y disfrutando como una enana. Creo que algo así debe ser lo que llaman Felicidad. Y sin darme cuenta, pasé a convertirme en la experta, en la que lleva el paquete, y en la que no duda ni un segundo en atreverse por las caóticas calles de Vietnam.

 

Al llegar a Laos crucé mi primera frontera terrestre, ésta acompañada, y tuve que esperar hasta Camboya para hacerlo en solitario. Descubrí que no me gustan, pero que es necesario y que, con un poco de planificación, no son tan malas. Hice mi primer trekking, donde sufrí y disfruté como nunca, y a partes iguales. Quizás no, quizás sufrí más, pero aprendí mucho, me superé como nunca antes lo había hecho y perdí uno de mis miedos más molestos.

 

Mi primera vez enferma en solitario, un par de días en cama, cuatro (o cien) carreras al baño y muchos litros de suero oral. Pensar lo bien que una estaría en casa, con su manta, su tele y el zumo de manzana y zanahoria de mamá. Y muchas horas de sauna en baños esperando que ocurriese lo contrario. Mi primer choque térmico tras beber una sopa tan caliente en un clima tan cálido, que, pobre de mí, confundí con una rara alergia.

Y meterme en el mar en la costa de Camboya, de noche, y contemplar de pronto como un fluorescente plancton azul se escapaba entre mis dedos y rozaba mi cuerpo. Al puro estilo Avatar. Una de las más maravillosas primeras veces que he tenido nunca. Y también por primera vez tuve el sentimiento de poder llorar por belleza al sentarme en lo alto de las montañas de Sapa.

Por primera vez hice un pacto de meñique con un vietnamita, compartí salchichón con una señora vietnamita con la que únicamente podía comunicarme por gestos y bebí un licor de arroz que quemaba tanto mi garganta que apenas podía ni olerlo. Compartí una comida con unas chicas musulmanas y, así, aprendí a comer con la mano. También he experimentado en primera persona alguna de las tácticas de ligue más asiáticas; un salpicar de agua, un paseo en moto por la ciudad, y una invitación a caña de azúcar. Y por primera vez, también, a salir de semejante emboscada.

He dormido en un poblado Lahú, en una casa de Hmongs negros de montaña y sobre hojas de platanero en la selva del norte de Laos. También en muchos hostales que de haberlo sabido antes quizás no hubiese ni pisado y tuve mi primer couchsurfing fuera de Europa, donde dormí en el suelo de la habitación de una chica musulmana malaya que me abrió las puertas de su casa.

 

4 meses y mil primeras veces. También las de ellos; de Ari, en su primera vez en Asia, de Andre, conduciendo una moto, Brenda, peleando contra los pedales de su bici, y Phillip, aprendiendo que no siempre es necesario reservar un hostal, Kamarul, haciendo el muerto en el mar o, Echo, viendo un trozo de carne sin huesos por primera vez, o Ana, que aprendió que a los moto-taxi no hay porqué abrazarlos, que tienen un agarre detrás.

Porque, quizás, viajar es eso; experimentar, aprender y comprender que todo es raro y temeroso justo hasta el momento en el que juntas el valor y te lanzas a probarlo, por primera vez...