Puro vapor alrededor
la sensación me confunde,
ya no sé si estoy llorando
o es el agua de la nube.
(Alpa Puyo, Juan Quintero)
La laguna de Chicabal fue pura magia.
Y, por más que busco, no encuentro otra palabra. Pienso, recuerdo y rebusco, una palabra menos mística y más real. Pero no la encuentro. Podría utilizar, como los mayas, la palabra sagrada pero se (me) escaparían mil matices. Con unos días en la espalda, me pregunto si, de verdad, fue para tanto o si no es, quizás, el paso del tiempo que idealiza el pasado. Y termino diciéndome que, en todo caso, lo que ocurre es lo contrario, ahora que esas sensaciones se van perdiendo en el olvido de las nuevas experiencias y que las fotos no muestran nada parecido a mis recuerdos.
LA LAGUNA DE CHICABAL, LUGAR SAGRADO MAYA
Porque recuerdo con claridad esa sensación enorme de paz, de belleza y de plenitud. Me veo ahí, junto a un mate caliente, con las gotas de agua acumulándose en mi pelo debido a la humedad de las nubes, sin tener frío y sin poder, ni querer, moverme durante horas.
Fue magia.
Tras una caminata de dos horas en subida, guiadas por unos cánticos que se escuchaban desde un mirador en el que la niebla no nos permitía ver nada, descendímos las más de quinientas escaleras que nos separaban de la laguna.
Como quien no quiere invadir un espacio que no les pertenece, sin recorrer ni reconocer el lugar, nos sentamos en la orilla de la laguna de Chikabal justo al fin de aquella escalinata.
A nuestra derecha, varios grupos de personas llevaban a cabo unos rituales mayas. Cada uno con una intensidad, con unos cánticos, con un ritmo. Cada uno en una zona del lago, que, como sabríamos después, se dedicaba a diferentes deidades.
Normalmente me hubiese acercado. Hubiera intentado saber más, ver más, tomar unas fotos. Pero la fuerza de la laguna era tal, que no podía quitar los ojos de ella.
Era algo casi hipnótico.
La laguna jugaba conmigo, y también las nubes, que se deslizaban una y otra vez por el bosque del cráter, como quien juega al pilla pilla y termina, con el lago, jugando al escondite. Así, el Alpa Puyo (*) que se deslizaba sobre la laguna como trineos sobre el hielo, se convertía en una niebla espesa que nos sumía en la más absoluta blancura, de la que parecía nunca podríamos escapar. La laguna de Chicabal se convertía en cielo, jugando conmigo y haciéndome soñar con nadar en las nubes y volar en el agua.
Y, con un toque ligero de viento, cuando ya me había olvidado de la belleza que me rodeaba, las nubes volvían a jugar con los árboles y las montañas, liberando la laguna de aquella blancura y despejando el paisaje. El agua volvía a ser agua y el cielo mostraba, de nuevo, sus azules que, por momentos, había olvidado. Volvía a ver aquella hermosa laguna de Chicabal como si fuese la primera vez, sorprendida, extasiada y emocionada.
Se repitió este juego de manera hipnótica. Mágica. Tantas veces como la laguna y las nubes quisieron. Y yo, como una niña pequeña, que no se cansa del nuevo juego propuesto, jugué hasta que se agotaron las nubes. O hasta que todas ellas terminaron arremolinadas en mi pelo.
*Alpa puyo: palabra quechua para definir el manto de nubes sobre la tierra.
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