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La velocidad del Camino

Últimamente pienso mucho en la velocidad y en el paso tiempo. Supongo que son secuelas del Camino, que te acostumbra a vivir a una velocidad de cuatro kilómetros por hora y te hace pensar sobre la inmediatez a la que estamos acostumbrados.

Vivimos deprisa, alabamos la velocidad, y, sin embargo, cada vez tenemos menos tiempo. Es curioso, porque no fui consciente de lo rápido que vivimos hasta que caminé, y no fui consciente de lo rápido que caminaba hasta que me detuve...

Son las ocho de la mañana, estoy en A Coruña en un tren que me llevará hasta Pamplona y todavía es de noche. De pronto, los lamentos del chico que tengo delante me sacan de mi mundo. Parece ser que 9 horas para llegar hasta Pamplona le parecen demasiadas. Un día perdido, me dice. Sonrío. Porque para qué explicarle que este vagón es lo más parecido a una máquina del tiempo, si no me entendería. Para qué contarle que tantos kilómetros, a pie, y a mi ritmo, supondrían al menos otros 50 días. ¿Para qué? Si él me miraría sorprendido, sonreiría educadamente, para terminar girándose y continuar pensando que el tren no es lo suficientemente rápido y que el día de hoy es, por supuesto, un día perdido.

Y es que vivimos deprisa. Vivimos en una sociedad que alaba la velocidad y critica la lentitud. Como si tomarse su tiempo para hacer las cosas fuese algo malo. Algo poco eficiente, algo anticuado, algo desfasado. Y quizás lo sea. Pero salir del bucle, caminar despacio y disfrutar la lentitud ha sido una experiencia más que maravillosa.

El comienzo del Camino: Mis primeros pasos en la lentitud

No es sencillo comprender que caminas despacio. De verdad. Suena de locos pero, cuando comienzas el Camino de Santiago, tu cuerpo te pide velocidad. No ser adelantada, no descansar, llegar a destino, demostrar que eres capaz de ser la más rápida. O, al menos, no la más lenta. Al fin y al cabo, caminar despacio es para perdedores, tú estas en forma y quien camina despacio... no llegará a Santiago.

Es curioso la lucha que se genera en tu cuerpo. Tus piernas te mandan señales que dicen que no llegará a Santiago quien más corra, si no quien sea más constante, y quien no se rompa. Tu mente, cabezota ella, te repite que puedes hacerlo mejor, y mejor, por supuesto, significa más rápido. Es un pensamiento tan inherente que no desaceleras hasta que te das cuenta que poco hay para hacer una vez llegas al albergue y que lo bonito de la jornada fue disfrutar aquel paisaje, aquel bocadillo o esa parada que hiciste para mojarte los pies en aquel riachuelo.

pausa en la velocidad del caminoY dará igual cuántas veces te hayan repetido otros veteranos que la meta es el Camino y no Santiago, porque la desaceleración le llega a cada una en su momento, cuando al fin lo comprende por sí misma. Y es entonces cuando deja de tener prisa por llegar.la velocidad del camino

 Las ciudades en el Camino: un choque con la velocidad

Al peregrino, por regla general, no le gustan las ciudades. Le inquietan, le pierden, le agotan. Y el primer sorprendido es el propio peregrino, que desde la comodidad y el ritmo de su casa planeaba detenerse un par de días en cada gran ciudad para turistear y disfrutar un poquito. Pero una vez llegas allí, tus cuatro kilómetros por hora dejan de ser suficientes, te sientes lenta, aislada, desfasada. Nadie deambula ni pasea. Los ojos de la gente ya no muestran curiosidad y las sonrisas de vuelta han desaparecido siendo reservadas para algún momento más privado.

Las ciudades se mueven deprisa.  Todos los movimientos y ritmos están mecanizados, medidos y controlados. Los coches escupen un humo contaminado al que has dejado de estar acostumbrada y los pitidos traspasan tus oídos molestando en tu cabeza. Las flechas amarillas, que hasta ahora guiaban tu camino, se muestran escurridizas y pasas a dejarte guiar por luces verdes, rojas y amarillas que te indican cuándo debes detenerte y cuándo puedes avanzar.

Y aceleras el paso, aunque camines más dubitativa que nunca. Sin darte cuenta. La ciudad te lo exige y tú te exiges a ti misma abandonarla cuanto antes. Porque hay ritmos que han dejado de ser para ti. Ritmos con los que has dejado de sentirte cómoda y que ya no comprendes. Porque echas de menos las sonrisas de vuelta, las flechas amarillas, el olor a campo, el sonido de las piedras contra tus zapatillas y el viento en tu cara. Y te autoconvences de que a la ciudad ya volverás. Volverás un día en el que te sientas con su mismo ritmo y, entonces, harás turismo.

fin de santander

Todavía recuerdo el placer de dejar atrás Santander...

Todo empieza cerca del final: El Amor a la lentitud

Es cuando echas la mirada atrás cuando empiezas a valorar la lentitud de tu caminar. Ya no tienes prisa por llegar. Santiago seguirá allí tardes el tiempo que decidas tardar en llegar. El número de días que llevas caminando ha pasado a ser una victoria y no una vergüenza. Ya no te importará que alguien piense que has tardado demasiado o que has caminado muy despacio, porque serás consciente de que fuiste tú quien eligió ese ritmo, y que fuiste tú quien lo disfrutaste. Es cerca del final cuando comprendes que una vez llegues se habrá terminado, y que el camino es la meta. Y que justamente la lentitud obligada, esos 4 kilómetros por hora a los que tu cuerpo te obligaba a moverte, ha conseguido que el resultado sea más gratificante y que llegar sea tan especial.

y finalmente..

Ver el final y sentir que no quieres llegar, que puedes detenerte un día más...

Y es entonces, en el momento en el que pones el pie en tu objetivo final, cuando te das cuenta de lo rápido que caminaste. Es entonces cuando te preguntas por qué no caminaste menos y paraste más, y por qué decidiste continuar caminando aquel día en el que tenías aquel dolor tan intenso o por qué no decidiste quedarte en aquel pueblo que te gustó tanto o en el que disfrutabas tanto. Es cuando te detienes cuando te das cuenta de que caminabas deprisa incluso cuando estabas convencida de que habías aprendido a amar la lentitud.

descansos

Momentos sin velocidad. Momentos grabados.

El final: ¿un elogio a la lentitud?

Llegué a Fisterra y no quise correr. Había aprendido a sentirme bien con la lentitud y comprendí que había sido demasiado rápida incluso pensando que había caminado despacio.

la velocidad del camino

Detenerte a pensar. Detener el movimiento

El tiempo, un parámetro tan subjetivo...

Mi gente del Camino comenzó a marcharse y, como guiada por su ritmo, sentí que debía hacerlo yo también. Supongo que no saber hacia dónde ir me ayudó a tomarme mi tiempo. A intentar no correr. Intentaba aplicar todas las lecciones aprendidas, pero  aún así corría más de lo que me pedía mi mente. Con una decisión impulsiva, siguiendo a quien me habló de dejarme fluir, caí en Auroras de Ozón; un monasterio restaurado por una comunidad que cree que otro tipo de sociedad es posible y que acoge a peregrinos. Allí las cosas se movían despacio, y me sentí cómoda. Cocinaban su propio pan, cultivaban sus propios vegetales y elaboraban su propia mermelada. Se respiraba paz. Sonaba música de guitarras y se hacían malabares. La vida y el trabajo, las obligaciones y los placeres estaban tan mezclados que era difícil diferenciarlos. Era un lugar que se movía despacio. Un lugar que me gustaba y se me antojaba perfecto.

Pero mi cabeza continuaba moviéndose deprisa. Al fin y al cabo, no había aprendido nada. Pensaba en mi siguiente paso, en mi próximo destino y mi próximo transporte. Qué hacer, a dónde ir y cómo hacerlo. ¿Cuándo? Me encantaba el proyecto que estaba viviendo, me encantaba la gente que estaba conociendo y me encantaba la idea de pasar una pequeña estancia en un lugar como aquel. Pero mi mente era, una vez más, más rápida que yo.

Ante la pregunta de si pensaba volver a visitarles me respondí que no. Porque no entendía porqué me iba. Tenía el tiempo, tenía las ganas y tenía el ritmo. Si me iba ahora, sabía que no volvería. Y eso me hizo pensar más despacio. Pensar en no marcharme. Pensar en no correr. Y decidí quedarme. Porque no quería irme de un lugar donde me apetecía estar sólo por el hecho de tener que ser rápida. De tener que estar en continuo movimiento.

Y decidí quedarme diez días en el que reducir el ritmo y entender que, incluso caminando, vivo acelerada.

2016-01-18T18:09:32+01:00

About the Author:

¡Hola! Soy Patricia. Viajo sola desde 2014, cuando cargando mil miedos en mi mochila dejé mi trabajo en una farmacéutica y me marché al Sudeste asiático sin billete de vuelta. Ya he recorrido sola 4 continentes. Enamorada de viajar sola, lento y a dedo, y luchando por sentirme cada vez más libre, ahora me dedico a animar a otras mujeres a hacer lo mismo siendo cabeza y manos del blog Dejarlo Todo e Irse.

5 Comments

  1. Pichina at 22:59 - Reply

    Me ha encantado !!!

    Comienzo el camino en noviembre, intentaré caminar lento 😉

    • Patricia at 03:21 - Reply

      GENIAL! Mucho ánimo. Ya nos contarás si lo conseguiste. Jejeje. Un abrazo!

  2. Rayssa at 18:21 - Reply

    Que buen texto!!!! Bravo y muchisimas gracias!!!! Un saludo!!!

    • Patricia at 17:49 - Reply

      Gracias Rayssa! Me alegra que te guste! Un abrazo!

  3. […] Pero la vida es bastante curiosa, y otro tanto caprichosa.  Poco después de escuchar el concepto y unas pocas pinceladas sobre la vida slow (de las que pasé completamente) comencé el camino de Santiago. Como expliqué el otro día, el camino te obliga a moverte a unos cuatro kilómetros por hora, a avanzar unos 25 kilómetros al día y tomarte tu tiempo. Sin embargo, y como siempre pasa, no fui consciente de lo rápido que caminaba hasta que me detuve.  […]

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